Una pizca de
inspiración me recorre al ver a un anciano tomando café. Esconde su mirada tras
un diario viejo, seguro tantos otros lo habrán leído y releído. Tal vez lo angustia
el hartazgo de los años y pretende huir junto a esas letras que no ve, porque
se olvidó los anteojos, o ya ni comprende.
Conviene apurarse,
sacar la lapicera de la mochila, poner la tapita sobre la parte de arriba,
ignorar mis deseos de seguir leyendo Rayuela,
abrir el cuaderno, y… se fue. Si hubiera salido cinco minutos antes del trabajo…
Hoy rescate a un nene, ni la secretaria fue capaz de agradecerme, sin embargo
cuando me mando alguna macana (casi siempre) hasta el gato sabe hablar.
¡Esto de ser
seguridad! Las horas se vuelven eternas, los diálogos mueren. Entonces recurro a
escondidas de las cámaras, a esos placeres indescriptibles: leer y escribir. Versos
sueltos, monólogos y principios sin final, anotados en papelitos de colores.
Personajes que viven, dialogan en un inglés casi inventado, con los extranjeros
que les sacan fotos a imágenes absurdas.
El viejito se fue
sin pagar. Voy a empezar a implementar eso de hacerme el «dolobu». Qué cara de mursá
tiene el que me atendió, como el bulldog que acaba de pasar. Dicen que los
perros se parecen a sus dueños…, pobre el que esté con ese mozo. Se acerca, lleva una bandeja sobre la palma de su
mano y con la otra hace malabares para dejar un mísero café con tres
galletitas. Quizás todas las mañanas despierte en la misma posición junto a su
esposa, aún dormida, sufra al escuchar ese irritable ronquido (¡si antes le era
tan sublime como una melodía!) y un llanto mudo lo someta y no tenga ganas de
correr las cortinas, ni tampoco sentir los rayos del sol y, en la oscuridad, se
abotone la camisa que no le entra y deba meter la panza para adentro…
Golpeo cinco
sacarinas contra el borde de la taza, las abro, caen y desaparecen. El humo
zigzaguea, se mete en mis ojos. La señora que está a una mesa de distancia, no
para de mirarme. Agarra la taza por debajo y apoya la cabeza en su mano. ¿Qué
pensará? Intenta mantener los párpados abiertos, ¿le dará vergüenza quedarse
dormida? ¿Quién se niega a jugar dentro de los sueños?
Una mujer antes de
irse, recorrió con sus dedos las mesas, nadie la advirtió.
Está tan vacío. Ni
siquiera queda el recuerdo de lo que hubo, todo se limpia y termina en un trapo
sucio: las gotas de champagne barato que
rebalsaron de una copa al chocarse con otra, restos de comida, medialunas
mordidas, papelitos repletos de mocos que un hombre escondió detrás del
servilletero, las lágrimas de una joven que se negaba a aceptar el adiós; las
manchas de saliva de un niño, que recién descubría las palabras e intentaba
expresarse…, puros berrinches.
El mozo en vez de
limpiar, me intimida, no es que esté paranoico, ¡lo sé! Quiere echarme. Empieza
a poner los manteles: el negro encima del blanco. Ignora todos los desayunos,
almuerzos y las meriendas que hubo… ¡recién es miércoles, la pucha!
Mañana también deberá
fingir una sonrisa ante cada extraño y convertirse en un esclavo de sus tontos
caprichos…, si supiera cuánto lo comprendo. Quisiera tantas veces escapar, dejar
de contar las baldozas que piso una y otra vez…, son cincuenta y dos. El sol
siempre alumbra a los culpables de mi disgusto. Son esos padres que cruzan
entre medio de los autos, los conductores que sacan la cabeza como perros, ladran
y desafinan puteadas. Si todo fuera tan sencillo como el beso de aquellos
jóvenes que pasan al lado mío. Tantos desconocidos me rodean y aún así me
siento solo. Se abalanzan, chocan, dejan los cochecitos en cualquier lado y la
calle se convierte en un estacionamiento. El policía se encierra en la garita a
escuchar música electrónica. Ciertos nenes se mezclan con los que tienen que
subir a los micros. Los reclamos vecinales rompen como la voz de las olas
contra la arena. Los hijos tironean de la ropa a sus papis. Quieren ir al
kiosco de mitad de cuadra, pero terminan yendo hacia el otro lado. Surgen los
llantos, el sindicato de pequeños que reclaman el dulce y…, quisiera tantas
veces escapar.
Entra la primera
pareja nocturna, el mozo termina de poner el último salero. Recibe un
amontonamiento de órdenes absurdas: la Coca-Cola light para la mujer,
una Corona y dos milanesas a la napolitana con fritas. Se va, regresa con
un cenicero y lo deja. Ya no me mira. Si me levanto y atravieso la puerta, ¿dejaré
de existir? al igual que el anciano que no pagó, la señora cansada, la que
buscaba compañía y todos los que antes ocuparon un asiento.
Prefiero que otro
poeta ocupe mi lugar en este bar, que nunca duerme y pueda retomar,
accidentalmente, desde alguna de sus ideas, mi último punto y aparte.
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